Hoy me hizo recordar ese sentimiento una joven muy amada de mi familia. Le oí decir lo mismo acerca de su madre. Ella decía hoy que estaba feliz porque su madre había muerto, y me trajo a la memoria que también pensé lo mismo y lo sigo pensando, ¡qué bueno que mi papá se murió! En mi caso, eso fue hace varios años. Una cadena se había roto.

Mi papá era operador de equipo pesado 3, título que tenía por su trabajo de abrir carreteras y usar maquinaria pesada. Por su trabajo pasada con frecuencia dos semanas fuera de la casa. Cuando él se iba de la casa a sus giras de trabajo por todo el país, eran las dos mejores semanas que pasábamos. Cuando regresaba el ambiente volvía a cambiar. Mi papá era colérico, rudo, de mal carácter. Por cualquier cosa se enojaba. Daba temor. No recuerdo casi nada de cariño. Sus castigos eran brutales. Equivocarse en algo era una cosa horrosa, pues sabíamos, mis hermanos y yo, que eso no tendría buenas consecuencias para nosotros. Así crecimos.
Ya cuando fuimos jóvenes decidimos vengarnos matándolo. Un día, le caimos encima cuando salía del baño. Con un cinturón rodeamos su cuello y apretamos con toda nuestra fuerza. Sus vasos capilares de los ojos se rompieron, y sangró, pero era tan fuerte que pudo escaparse de nosotros. No obstante, eso fue como un aviso para él de que las cosas estaban cambiando. Habló por mi, no por mis hermanos, fueron años de odio y resentimiento puro.
Cuando ya tenía 20 años, algo cambió mi vida. Regresaba una noche a la casa de la Universidad, era un 15 de setiembre, había una iglesia en la entrada del barrio que había organizado una semana de campaña evangelística, lo cual, a mi, como “testigo de Jehová”, me molestaba grandemente, sin embargo, practicamente forzado por una fuerza invisible, entré, y ese día cuando oí acerca de recibir a Jesús, algo me decía que mi busqueda terminaría ese día, y así fue. Nunca más volví a buscar, encontré todo lo que necesitaba. Y quién me impulsaba era el Espíritu Santo, quién tenía un plan para mi.
Volviendo a mi papá, Guido Manuel Núñez Jiménez, las cosas cambiaron. No recordaba la última vez que le había dado la mano a mi papá, porque realmente le odiaba. Pero un día, saliendo temprano de mi casa a la Univerdad, algo me dijo que le diera un beso. Eso era lo más ilógico que yo pudiera pensar hacer con mi papá. Darle un beso a un puercoespín tendría más sentido común para mi, sin embargo, la insistencia en mi interior seguía. Cuando crucé la puerta para irme, justo ahí estaba mi papá entrando. Lo vi, me resistí, pero no pude, le di un beso en la mejilla. Él no supo que hacer, estaba más petrificado que yo. Lo único que le pareció correcto fue meterse la mano a la bolsa, sacó un billete y me lo dió. Ahora que lo pienso… ¡lo hubiera besado antes!
Después de eso, vivió cinco años más, la diabetes lo fulminó, pero fueron los mejores cinco años de mi vida con mi papá. Cuando empecé la iglesia él fue uno de mis primeros convertidos, y de los primeros que me ayudó, de hecho, donde empecé la iglesia fue un lugar que él me prestó, y cuando nos mudamos a otro lugar más grande, él fue una columna para el alquiler. Aquella noche del 15 de setiembre me cambió, y de odiar a mi papá llegué a amarlo como nunca yo había amado. La enfermedad que sufría ya lo estaba desgastando, y aquel hombre fuerte era cada día más débil, hasta que murió, pero… ¡qué bueno que mi papá se murió! Ahora la enfermedad no le provocaba más molestías. Y un día le volveré a ver, porque está guardado eternamente y para siempre, lo sé, porque una noche, él recibió a Jesús conmigo, y esa es la garantía de la vida eterna.